viernes, 6 de noviembre de 2009

Hojas, siempre hojas

Cuando cursaba educación elemental su maestra le hizo leer un poema que hablaba del sol. Apenas podía creerlo, contenía expresiones muy familiares (como "perrito faldero", "escoba", "ventana", "resolana", etc.) pero dispuestas de una forma completamente novedosa, cautivante.

Una vez que sus ojos pasaban cada línea y en su mente se reproducía como eco un ritmo completamente nuevo, su asombro crecía. Al momento que su maestra lo pronunció ya no pudo olvidarlo. No podía ya despegar los ojos del libro aquel de Español. No podía dejar de pensar cómo ahí se retrataba un poco, en ese niño al que seguía el sol, como perrito faldero. Porque así le pasaba, pero nunca lo pronunció de ese modo... sino en aquél momento.

Pero esas palabras no sólo le recordaban su breve existencia, sino que le cantaban también. Era una magia, un encantamiento. Entonces quiso mucho a su libro. Se enamoró también de su maestra. Fue feliz con las palabras de un señor que ya no vivía, que nació en un sitio muy alejado de su hogar pero que desde ese momento le pareció un niño como él mismo, un compañero y un amigo entrañable.

Después fue necesario avanzar en la lección y, aunque ese pequeño no quería salir del encantamiento del poema de Alfonso Reyes, Sol de Monterrey, una vez que dio vuelta a la hoja de su libro vio que las palabras era muchas, que el encantamiento seguía en cada una, claro, diferente cada vez, con otros ritmos y con otra intensidad, pero desde entonces conoció la belleza de las palabras...

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